En el año de 1913, en la pequeña ciudad de Puntarenas corre la terrible noticia de que el "El Galileo", un barco de concha perla, con toda su tripulación abordo, había naufragado cerca de la Isla del Caño. Don Hermenegildo Cruz Ayala, un chiricano panameño, que como tantos otros en aquella época vinieron a probar suerte al joven puerto costarricense, era el dueño de la colapsada embarcación.
Don Hermenegildo, empujado por el dolor de los familiares de los tripulantes de su barco, y ante la conmoción de los porteños, se dirige al Templo de la ciudad a pedirle a la Virgen del Carmen por sus trabajadores.
El pueblo católico encabezado por el padre Carmona, párroco del lugar, ora por los hombres de los cuales no se tenía noticia alguna.
El milagro sucede algunos días después, llega la gran noticia: los tripulantes del Galileo son trasladados hacia Puntarenas, por un barco que les rescató en tierra firme.
En medio de la algarabía de los ciudadanos llegan al "Puerto" aquellos hombres por quienes se había orado. Para sorpresa de todos los creyentes. Ellos hablan de una mujer, que en medio de la tempestad y la tragedia los alimentó y acompañó de modo que tuvieron suficiente fuerza para nadar a tierra donde fueron rescatados.
Don Hermenegildo, hombre de fe, al escucharlos les dijo de ir a donde el padre Carmona: "hay que ir a dar gracias a la Virgen".
Aquel mismo día se presentaron al Templo, acompañados de sus familiares y amigos y subiendo de rodillas la Iglesia llegaron al lugar donde estaba la Virgen Carmen.
En presencia del sacerdote uno de ellos dijo a don Hermenegildo: "esta Señora es la que nos dio de comer y nos acompañó, ella llevaba en su delantal (hablaba del escapulario), el pan que nos dio". Silvano Nieto Capitán del Galileo narró: "Las gigantescas olas se presentaban fragor de la tempestad... El Galileo se mecía entre el remolino del viento y del mar, mientras un sonido de maderas golpeadas me parecía decir que la embarcación amenazaba con partirse en muchos pedazos; miles de fugaces ideas acudieron a mi mente y el temor a morir ahogado se posesionó de mí.
Mis tripulantes corrían de un lado para otro lloriqueando. No ignoraban el peligro y se sentían impotentes ante la adversidad, por un momento sentí temor de Dios y con lágrimas en los ojos mientras los nudillos de mis manos parecían partirse por la fuerza con que trataba de sostener el timón, comencé a elevar una plegaria. No soy un gran cristiano padre, pero en ese momento una fe infinita me acercó a Dios, recordé las palabras de mi madre de que en todo peligro que me hallara debía invocar la ayuda y protección de la Virgen María, y así lo hice. Yo creo que fue cuestión de minutos que parecieron siglos, pero de pronto me pareció ver delante de la embarcación una gran luz blanca, el mar al instante perdió toda su furia y me pareció que como una fuerza divina nos halaba con un mecate invisible, entendí que la virgencita había estado muy cerca de mí y gran regocijo embargó mi corazón".
Don Hermenegildo dijo al sacerdote: "Yo prometo padre, que de hoy en adelante, todos los años para el mes de julio celebraremos una fiesta en el mar para Nuestra Madre".
Desde entonces, los porteños, la llaman la Virgen del Mar, y todos los pescadores, grandes y pequeños, como una sola familia, salen por el Golfo de Nicoya a rendirle honor. Le dan gracias por el fruto de su trabajo y le piden confiadamente para que los proteja cada vez que con ilusión, salen al mar a buscar el sustento para sus hijos.
En 1958 decía Fray Casiano de Madrid: "los costarricenses y en especial los puntarenenses deben agradecer el haber recibido la bendición de la Virgen María, quien intervino para salvar a un grupo de hombres cuyas vidas peligraban en el mar, demostrándonos su inmenso cariño".
Cada año, para el mes de julio, vienen hermanos y hermanas de todas partes del país, a darle gracias a la Reina del Mar.
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